Por:Pedro Hernández Soto
Primero conocí a Miguel, el padre: de regular estatura, delgado, buen conversador, hábil tabaquero; después a los dos hijos, y por último a Aida, la madre; residentes todos en una modesta casa de mampostería con techo de madera y tejas, en Nazareno casi esquina a Colón, allá en Santa Clara. Sigue leyendo